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La felicidad del cuerpo

di Marina Agostinacchio traduzione di Lourdes Rodriguez
“El agua es de verdad un rodillo tranquilo. Acompaña el paseo en este día soleado por la costa”.

Pensaba y caminaba sobre las hojas secas, entre las raíces rotas y el terreno húmedo.

Caminaba y generaba reflexiones sobre la edad, la mía, ya no tan joven, basculante en un cuerpo hecho de anillos propios de mi especie, multiplicándose por los estratos de sedimentación donde la memoria resistente, – las cosas más significativas y las cosas archivadas en el fondo- tiene lo mejor del tiempo que resta de vida.

Imágenes, visiones, proyecciones, de aquello que fui y soy ahora. Y deseos…

O quizás recuerdos, destellos, emersiones improvisadas de abrazos, apretones de manos, besos, cuerpos libres de exprimir el gesto, la palabra.

No vendada, la palabra, no blindado, el gesto.

Aunque allá en los años, podemos descubrir de crecer en nosotros el niño que vive la realidad que lo rodea come un acto mágico, con encanto, la sorpresa de una mente virgen; podemos sentir con urgencia el deseo de investigar con curiosidad lo que sucede alrededor de nosotros y dentro de nosotros.

Años atrás, en Cerdeña, después de una caminata de algunas horas a través de las caletas, entre escaladas de rocas y descensos, descubrí el mar que se abría verde intenso delante de mis ojos. Sentí la fuerte necesidad de sumergirme en aquella agua, deseaba aquel secreto que se revelaría a condición de que estuviera en contacto con mi piel. Me quité el traje y me sumergí. Creo haber sentido la sensación de una profunda unión entre yo y aquel oriente de pureza y transparencia, su limpidez que en aquel momento me filtraba toda, penetrándome y haciéndome sentir bañada de una alegría indescriptible.

Si por cada pasaje, cada transacción, entre un decenio y otro, “el sabor del mundo cambia y modifica los individuos en su participación en la vida”, es también verdad que siempre hay excepciones a la regla.

¿No será, me decía, que nuestro observar el mundo, depende de cómo nos enfrentemos a estos pasajes, por la voluntad imaginativa, de la huella emocional recibida, impresa en nuestra memoria?

Boris Cyrulnik, en su libro: “Di carne e d’anima” editado en Italia por Frassinelli dice:

“Los ojos de mi alma y mi cuerpo no tienen un lenguaje diferente …”.

Estamos hechos de reacciones químicas, mentales, y relaciones entre símiles, proyecciones de nosotros mismos hacia una perfección hecha de carne y tierra. Necesidades y deseos interactúan en un diálogo entre el sueño y el despertar.

Pero, ¿qué es el deseo de felicidad sino la búsqueda de algo que satisfaga una necesidad física y espiritual?

Se trata de un impulso emocional tan natural que puede sobrevivir a lo largo de los años, a los cabellos blancos, a la piel que cae, a un cuerpo lleno de dolores, “destrozado por vientos y olas”.

A propósito de este impulso emocional, recuerdo una historia, tomada de las mil y una noches, que quería de niña, que mi madre me la leyera todas las noches.

Tres hermanos protagonistas de la narración en cuestión, son sometidos a una prueba excepcional por su padre, para la asignación de una princesa que se casaría con quien le trajera algo realmente fuera de lo común. En igualdad de condiciones, los tres deben someterse a una prueba que esta vez consistía en una competencia con arco. El hermano menor dispara la flecha tan lejos que no puede recuperarla para dar muestra de su destreza.

Dispara la flecha tan lejos… Aquellas palabras me abrían tantas puertas que me las hacía repetir muchas veces de mi madre que las leía.

Entonces la historia continuaba: las numerosas aventuras que llevarían al hermano menor a ser más feliz que los dos mayores.

Creo que en mí las palabras mágicas fueron precisamente las que giraban en torno al concepto de la flecha disparada lejos, lejos y que después no pudo ser recuperada. La historia se llenaba así de tensión emocional, de interrogantes, de posibilidad de soluciones realmente nunca alcanzadas.

Fue el molde de una necesidad indefinida, reflejada en un espejo hecho de lanzas puntiagudas que se rompían y reconstruían en un todo momentáneo.

¿Podría ser, me pregunto, que yo las flechas las disparo y las disparaba demasiado lejos ya desde que era pequeña?

Pensaba a menudo de tener algo de notable en el hemisferio derecho, donde la imaginación y la creatividad son el referente de mi sentir y de mi actuar.

Cierto es que cada criatura humana está dotada de su propia estructura: aspectos que incluyen el alma y el cuerpo, espíritu y la psiche, aspectos fisiológicos, biológicos, genéticos, químicos, nerviosos, ¿Dentro de cuáles de estos canales fluctúa el deseo de felicidad? ¿O quizás navega dentro la totalidad de la persona?

Si pensamos a la etimología del término deseo – da de- que en latín tiene un significado negativo, y sidus, “estrella”, conocemos lo que realmente quiere decir esta palabra; es como si ella, la estrella, cayera: una estrella apagada de la cual no podemos ver su luz, ni su recorrido. El deseo podría ser también una especie de tristeza por la falta del objeto de aquello que amamos.

¿Por qué deseamos?, todavía me preguntaba. Quizás la respuesta podría residir en la estructura misma de nuestro ser, hecho de necesidades primarias y de búsqueda de significados. La finalidad es vivir en una dimensión existencial de bienestar físico, psicológico y mental. Es el instinto de conservación lo que motiva la existencia; de ahí proyectamos, soñamos, elaboramos ideas. La mente es el resorte, el actuar es su mano. La imaginación los mantiene animados. Entonces yo amo, busco el placer del conocimiento, de lo que es táctil, visual, auditivo, gustativo, olfativo… los olores tan presentes en nosotras las mujeres, estelas por las que caminamos hacia un dónde.

No son pocas las situaciones en las que con los años el deseo se extingue por un desmoronamiento del impulso de la motivación emocional, a la necesidad de vínculos y amor.

El papel de la fantasía es importante, precisamente porque actúa como puente entre la motivación (en nosotros) y la necesidad.

Si la felicidad es una búsqueda perenne, nunca alcanzada y nunca apagada, por su misma naturaleza de indefinición, está me ha sugerido con el tiempo de probarla en pequeños sorbos, consciente de su no durabilidad.

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