De escritura sutil, transparente
di Marina Agostinacchio/traducción de Sara Bassi
Francesca se levantó en la cama. Llevó las manos a los ojos y, en ese acto, creyò que se apoderara de la luz de la nueva mañana. Era el Viernes Santo del nuevo milenio y se encontraba una vez más sola en la cama doble, igual al año previo, resignada a pasar la Pascua a Milán. A decir la verdad con Francesca quedaban dos hijos, los mayores; Aldo, el pequeño, amaba seguir al padre en los viajes del sol, así los llamaba, hacia la casa de los abuelos en Apulia. Marco y Giacomo precipitaron en la cama de la madre, en el inmenso espacio a poder compartir con ella, sin las prohibiciones de Giulio, el padre. “Mamá,- Marco, estirandose- date prisa, que quedas allìatascada a atrapar nubes. Me aguardan las pruebas de los rituales”. Giacomo emitiba unos raros maullidos, asimilándose a la gatita, y, dócil, “Vamos, prepara uno de tus desayunos diferenciados y exageramos”. Pero Francesca ese año la cabeza no la tenía en los rituales de Pascua. Arrastraba a la cocina con la mente fijada en el jueves. Volvía sobre la escena vivida, casi no hubiera sido ella, Francesca, a haber tomado la resolución de aceptar la invitación del profesór, el poeta, en la universidad, para hablar por fin de las poesías que llevaba escribiendo desde hace veinte años; el juicio de su profesór-poeta se había convertido en la razón, la obsesión de su vida. La cafetera al fuego, la leche cálida en la tetera espumante, las rosas amarillas, que se concedía a ajustes quisquillosas, tostadas y galletas “Pásame la confitura- y tu, mamá, dime si no nos va genial nosotros tres, especialmente sin Pisolo, el pelmazo de casa. Mamá, ¿qué te pasa? ¡Te ves como en la luna!” Francesca, si no propio en la luna, estaba en otra parte. El espacio se dilataba y eschuchar otra vez las palabras del profesór “¿La poesía de la camisa azul era para mí?” “No, profesór, usted de azul, intenso, tiene los ojos, se contente con eso”. A media voz Francesca repitía esos versos escritos al marido un año antes para buscar aunque solo en la sugestión del sonido, la magia, la que había dejado huella en el hombre ya no joven, convencído a sí mismo,después de dos años, a leer con cuidado las cosas que escribía y le traÍa. -Y ahora que ya te he tenido en los brazos/- ya las noches te anunciaban/- persistentes en la hora, a salvo de qualquiera posible defensa/ ¿cuántas millas a la próxima galaxia/ deun dejà vu?/ El sueño o el contacto, en la penumbra/ recién nacido,/ gemelos el uno dentro del otro, / realidad o irrealidad, sin importancia;/ solo
vapores de mirra diluidos/ perfuman en el cuerpo/ rozados y recorridos./ Me descansaré en los cuartos de luna/ olorosos de adelfa y bungavilla/ …/ De vez en cuando me asomaré/ para ser cierta de que me haré/ un plenilunio de esencias/ de incienso y loto./ … Repetía esos versos en búsqueda de aquel quid que le había empujado a él a “reconocerla” por fin; él en frente del cual ella se sintìa sí misma, él con su estilo familiar, su habla limpio, sus ojos azules, inocentes. Un verbo, le dio una sensación de mareo, una imagen de indefinida sensualidad, – Serà suficiente ver tendida/ tu camisa azul/ a los pensamientos crecidos/ con las mareas./ No tendran presas/ a la indiferencia, ni al sopor;/ desbordaré de cada punto cardinal mío/ a salvo de posibles catástrofes/ del hábito.- Desbordaré, desbordaré – se repitía cada vez a voz más alta, pareciendole apoderarse de un secreto, de un colgajo del alma de aquel hombre, ya rozado hace veinte años y más. Francesca se sintía inadecuada frende de ese sueño inaccesible, crecido en los años y guardado en los huecos del alma. Durante los exámenes se inhibía, ante ese señor de pelo blanco y los resultados habían sido mediocres. Culpa de Francesca, que casi no hacía emerger esas vagas intuiciones, la sensibilidad que la guiaba en coger sutiles iluminaciones en lo que estudiaba. Culpa de Francesca si no sabía entrar en el juego, si no quería hacer arder el volcano que sintía tener dentro. ¿Pero que pasó realmente de tan desconcertante ese jueves? La cita telefónica con el profe se había establecido a las 10 en su taller. Finalmente abría recibido un juicio claro sobre lo que escribía y unos consejos prácticos para la publicación. Junta con él se puso en camino hasta el taller. “Pues, usted quiere un juicio sobre sus poesías- desplegando las piernas bajo la silla de Francesca- “De verdad que sí; sigo perseguiendole desde hace dos años, pero no me parece haber logrado nada”. Después de su reflexión sobre su camisa azul, el profesór le cogió la mano a la mujer, mano que queda a media asta, dama del siglo dieciocho, en un curioso minueto de frases que ella hábilmente eludía. “Le molesto…, me parece acosarle…, si no quiere quito mi mano de la suya”. Y Francesca “¡Que va! Es la mano de un amigo y no se rechaza”. Así ella, para distraerle y distraerse, empezó contarle de su año de escuela en un pieblo de la provincia. El poeta parecía seguir la charla leyéndola directamente desde los labios de Francesca, que, con su mano en la suya, ahora suspendida en el aire, ahora apoyada en la mesa, sintía suave vergüenza, pero estaba, aún así, a gusto. Mirando de repente el reloj “Es hora de que te vayas a casa,” y él, llevandola a la puerta “¿Volveremos a vernos?-” Francesca entregó la mano, escurriéndose entre las escaleras del instituto. El poeta le había confiado que habría marchado a días por los Estados Unidos por un congreso. Ese tiempo le sirvió a Francesca para ententar autodescifrarse. El viernes por la tarde escribió -Que todo ocurra en el sueño/- persistente hasta el aburrimiento-/ a cubierto de la llama verdadera,/ de las horas/ que ya no saben hacerse esperar,/ de las frases arrugadas/ del oro que brilla/ aquí en el corazón./ Que fuera sueño/ hecho por perfumes/ de calicanto/ asomado sin seguro preaviso/ al borde de un despertar,/ era la última de las apuestas/ puntualmente reiterada/ a sacar de las vueltas/ cargas de cosas viejas./ Un sueño dura largos silencios,/ costernados por no saber repetir/ el sonido de las palabras./ Yo estoy sentada al centro de mi sueño/ esperando qualquier evento/ que podría tener aunque solo un minuto/ para aparecer…/ Siguieron días agitados de escribir -Me dejaré hacer por los eventos, de la manera en que se sucederán, repetía en voz baja, tomando distancias de los pensamientos. Mientras tanto, se rodeaba por cosas bonitas, pero sobre todo de palabras, buscando sentidos nuevos, nunca traídos a la luz. ¡El escribir! He aquí la súbita posibilidad que se abría en la vida de Francesca, calando en su mente, convirtiéndose en un flujo de sangre, una droga radiactiva que le ofrecía la posibilidad, por fin, de contarle las tensiones, los sueños, los deseos de Francesca, una mujer que, en ese lugar privilegiado, la escritura, podía volverse sutil, casi transparente… Incluso cuando creía que no tenía nada más que decir, en una cálida mañana soleada, se encontró sentada junto al escritorio – La poesía que no quería/ninguna palabra más/no era capaz de mantener la fe/las promesas hechas al silencio./Apareció con el sol/que borraba/largos dedos de lluvia en el cristal. /Él, el profesor, había hecho inconscientemente la luz para ella, desencadenado un mecanismo que sólo esperaba ser activado; él era la mano que hace girar la llave, que da la cuerda y pone en movimiento a un ser, lo anima, lo educa a esa forma de puro placer, de bienestar espiritual y físico que da la escritura. Y lo que es más, la poesía como género, ahora practicada con mayor y diferente conciencia, fue entregada a Francesca, a su vida como un precioso regalo que la ayudaría a enfrentar sus males existenciales -…¿Cuántos años lejos de mí en paz?/Un laberinto de volúmenes llenos de mudanzas/divanes, muebles, camas,/ropa cambiada, manteles coloreados./Un orden nunca alcanzado en el pulido desbordante/del polvo preparado. /Un mal que crié en silencio desde el mal/ que se hundió en la mampostería de la casa;/se infiltró desde los poros de los ladrillos y la cal/ hasta los canales de agua subterráneos al cuerpo./Navegando por el interior del esófago que se contrae al mundo,/en los senos en parches oscuros para un brillo de losa,/en las contracciones musculares suspendidas entre la boca y el corazón. /Todavía el dolor te hace escuchar/ esta lenta peregrinación/ de células desafortunadas/ El profesor volvió de América, pero a Francesca le interesa aislar de todo lo demás sólo el hechizo realizado por ese encuentro. Ese año volvió a pensar en lo que le estaba ocurriendo, en los difíciles equilibrios que estaba aprendiendo a mantener. En la escuela escribió: “Desde aquí, en el desván, / en la invitación del amor / prolongada por la paloma,/ los minutos se adaptan, entregándose, / al vuelo de la urraca/ a la incertidumbre de la gaviota/ en la chimenea.
del peso de ciertos proyectos/de la felicidad de la renuncia].
Francesca sigue escribiendo.